El
doctor Scott Hahn (ex pastor protestante) es Profesor de teología y
estudios bíblicos en la Universidad Franciscana de Steubenville, y
reconocido internacionalmente como autor y conferenciante de
apologética, ecumenismo y estudios bíblicos.*.
*Impreso
originalmente en Contemporary Insights on a Fifth Marian Dogma: Mary
Co-redemptrix, Mediatrix, Advocate, Theological Foundations III,
(Queenship, 2000).
www.clerus.org
|
Con
frecuencia, la Divina Providencia suscita historias irónicas sobre los
vaivenes por los que pasan los católicos convertidos en su peregrinar de
regreso al hogar de la Iglesia católica. En mi caso, como ex ministro
protestante y con profundas convicciones anticatólicas, fue mi cruzada
—tipo Saulo— contra María, la que fue maravillosamente transformada por
la gracia de Dios, convirtiéndose en un profundo amor filial por la
Madre de Dios. Como dicen por ahí, mientras más grandes se hacen, más
fuerte caen —enamorados—.
Pero
si yo hubiera tenido un encuentro con un movimiento como Vox Populi
Mariae Mediatrici ("La Voz del Pueblo por María Mediadora") antes de mi
entrada en la Iglesia en la Pascua de 1986, me habría sentido algo
aterrado, pues mis peores sospechas se habrían confirmado. De verdad,
casi puedo escucharme cargando el cañón, "¿Qué quieren decir con María
como 'Corredentora, Mediadora de todas las gracias y Abogada del pueblo
de Dios?' ¡Al fin, una prueba contundente de que los
Católicos reemplazan las prerrogativas de Cristo con las de María!" Por
muchos años consideré que la doctrina mariana y su devoción era el
síntoma de una infección mortal que aquejaba a los católicos; sentía que
en verdad era la muestra palpable de lo que andaba más mal con los
católicos. Inicialmente, me opuse a la definición del dogma por varias
razones, pero más que nada porque temía que sólo contribuiría a la
confusión que ya existía en esos ámbitos.
Sin
embargo, como maestro, tuve que hacerme la pregunta ¿cuál es la mejor
manera de enfrentar la confusión? Desvanecerla. Y la mejor manera de
hacerlo es alineándose con la Iglesia, proclamar lo que el Papa proclama
y después explicarlo —es exactamente lo que hace un teólogo—.
Paradójicamente,
los puntos de vista antimarianos que yo tenía, han resultado ser de
gran valor para las objeciones que comúnmente surgen en contra de las
enseñanzas de la Iglesia acerca de María, así como la posibilidad de un
nuevo dogma mariano que se espera pueda definir el Papa. Como
evangélico, la razón principal por la que me oponía a la enseñanza
mariana de la Iglesia Católica, era porque creía que socavaba la obra
perfecta de Cristo y lo arrebataba de su gloria. Hoy en día, la razón
principal por la que me adhiero a la enseñanza de la Iglesia, es porque
ahora veo a María como la obra perfecta de Cristo y una mayor revelación
de su gloria; María no le roba más gloria al Hijo, de lo que la luna le
roba al sol.
En
virtud de los baches y desviaciones por los que me he enfrentado en mi
camino hacia Roma, quizás sería útil aclarar cómo este evangélico llegó a
aceptar las enseñanzas de la Iglesia, y explicar porqué aceptaría una
definición de un nuevo dogma mariano, si eso es lo que el papa Juan
Pablo II decide hacer.
El Evangelio de Jesús toma forma en María
Jesús
anunció el Evangelio y después procedió a cumplirlo; pero el Evangelio
no cambió a la segunda Persona de la Trinidad. El Hijo eterno no ganó ni
una sola gota de gloria para sí mismo—después de haber vivido, muerto y
resucitado como humano— de lo que careció desde un principio. Dios no
creó y redimió al mundo con el objeto de tener más gloria, sino más bien
para darla. No existe una contienda entre el Creador y Sus criaturas.
El Padre nos hizo y redimió por medio del Hijo y el Espíritu, pero lo
hicieron por nosotros —comenzando con María, en quien se cumplió no sólo
primera sino perfectamente—.
María
no es Dios, pero ella es la Madre de Dios. Ella es sólo una criatura,
pero es la creación más grande de Dios. Así como los artistas anhelan
pintar una obra maestra de entre sus muchas obras, así Jesús hizo de su
Madre su gran obra maestra. El hecho de afirmar la verdad sobre María,
no hace menos a Jesús; sin embargo, no hacer tal afirmación sí podría
hacerlo.
De
entre todas las criaturas, María es la que está directamente
relacionada con Dios por una unión natural emparentada con la alianza,
como Madre de Jesús, a quien ella dio su propia carne y sangre. Esta
unión es la que nos permite compartir la gracia de la Nueva Alianza de
Cristo por la adopción. Más aún, Jesús estaba legalmente obligado por
medio de la ley de su Padre ("Honrarás a tu padre y a tu madre"), de
compartir su honor, como Hijo, con María. Y verdaderamente cumplió con
esta ley más perfectamente que ningún otro hijo lo haya hecho jamás,
enriqueciéndola con los dones de su divina gloria, y simplemente estamos
llamados a imitarlo.
La salvación es una dinámica de trabajo compartido
El papa Juan Pablo II ha declarado: "Dios, en su misterio más profundo, no es soledad sino una familia, ya que tiene en sí mismo paternidad, filiación de hijo y la esencia de la familia,
que es amor." La obra de salvación es la obra en conjunto de las tres
Personas de la Santísima Trinidad. Por lo tanto, nuestra redención asume
proporciones trinitarias y familiares.
La
primer Persona de la Trinidad es ahora nuestro Padre (Jn. 20:17), en
virtud de la obra salvadora del Hijo, quien es "el primogénito entre
muchos hermanos" (Rm. 8:29) y, por lo tanto, el Espíritu Santo es "el
Espíritu de hijos adoptivos" que nos hace exclamar "Abbá, Padre" (Rm.
8:15). Esto es lo que caracteriza a la religión cristiana como única y
definitiva; es el Evangelio de Dios que comparte su vida familiar y su
amor con la humanidad, y todo comenzó con el don de María como Madre;
ella obedeció al Padre concibiendo al Hijo con el poder del Espíritu
Santo —por nosotros—.
El
apóstol Pablo habló del misterio cuando declaró: "Somos colaboradores
de Dios" (1 Co 3:9). ¿Cómo es esto? ¿No puede Dios hacer la obra por Sí
Mismo? Por supuesto que puede, pero ya que es Padre, su trabajo consiste
en criar hijos e hijas maduros, hacernos sus colaboradores para que
finalmente su obra sea nuestra redención. Esta obra la compartió de
manera eminente y singular con María, a quien Dios confió oficios tales
como alimentar a su Hijo con su propia leche, cantarle para que se
durmiera y acompañarlo a lo largo de todo el camino hasta la cruz, donde
ella dio su doloroso sí al ofrecimiento voluntario de su Hijo. En
resumen, el Padre quiso que toda la existencia del Hijo como hombre
dependiera, por así decirlo, del continuo fiat de María. ¿Puede existir
un "colaborador" más íntimo?
Ser
discípulo, colaborador con Jesús, implica esfuerzo. En ocasiones,
implica sufrimientos. Un pasaje que parece haber escapado de mi atención
cuando era protestante, fue la frase un tanto curiosa de Sn. Pablo,
"Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y
completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, a favor
de su Cuerpo, que es la Iglesia" (Col. 1:24). Los católicos de
nacimiento recordarán con cierto cariño que se les haya dicho alguna vez (cuando
se fallaba en una prueba de equipo, o en el caso de una rodilla pelada,
o un corazón roto) "ofrécelo." Esta sencilla palabra contiene la llave
que abre el misterio de nuestra corredención. Al unir conscientemente
nuestros sufrimientos con los sufrimientos redentores de nuestro Señor,
nos convertimos en colaboradores. La Santísima Madre se convirtió en la
colaboradora por excelencia, al haber unido su corazón con el de Jesús,
especialmente en el calvario.
Esta
verdad está contenida en el Catecismo de la Iglesia Católica: "La
maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia, desde
el consentimiento que dio fielmente en la anunciación, y que mantuvo
sin vacilar al pie de la cruz, hasta la realización plena y definitiva
de todos los escogidos." Sin embargo, la maternidad divina de María no
terminó con la resurrección y ascensión de su Hijo, y tampoco después de
su asunción, como lo indica el Catecismo: "En efecto, con su asunción a
los cielos no abandonó su misión salvadora, sino que continúa
procurándonos con su múltiple intercesión los dones de la salvación
eterna(…) Por eso la Santísima Virgen es invocada en la
Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora"
(CIC 969, citando Lumen gentium 62). Es significativo que el Catecismo
describa la divina maternidad de María como una "misión salvadora," que
después utiliza para explicar sus asombrosos títulos. Pero ¿qué se
quiere decir con la frase "misión salvadora"?
El
papa Juan Pablo II ha utilizado estos títulos en numerosas ocasiones
(así como el término "corredentora") a lo largo de su pontificado. De
igual forma, ha encontrado la formula perfecta para hacer posible que el
mundo católico no sólo los crea, cosa que ya sucede, sino para
comprenderlos tanto con la cabeza como con el corazón —y también
celebrarlos—. Como un teólogo bien entrenado en su propio
campo de acción, el Papa ha introducido la sucinta frase "mediación
maternal" en el uso común del vocabulario teológico de la Iglesia, y al
parecer, ha capturar el corazón mismo de la doctrina y devoción
marianas.
Como
evangélico, me aferré al único verso que parecía destruir esta chispa
aparentemente herética: la categórica aseveración de Sn. Pablo de que
Cristo es el único "mediador entre Dios y el hombre" (1Tm 2:5). ¿Cómo
nos atrevemos a hablar de la mediación maternal de María o llamarla
"Mediadora"?.
En
primer lugar, la palabra griega que se utiliza aquí para "uno" es eis,
que significa "primero" o "principal," no monos, que significa
"solamente" o "sólo." Así como hay sólo un mediador, también hay sólo
una filiación divina de hijo, misma que todos compartimos —por medio de
la participación— con Cristo (filii in Filio, hijos en el Hijo). La
mediación de Cristo no excluye a María, sino que más bien la establece,
por medio de su participación.
Más
aún, la Epístola a los Hebreos explica que Cristo es Sumo Sacerdote en
virtud de haber sido el Hijo primogénito de Dios (Hb. 1:6-2:17), lo cual
sirve como fundamento para nuestra calidad divina de hijos (Hb.
2:10-17), así como de nuestra santidad sacerdotal y servicio (Hb.
13:10-16: 1P 2:5). De nueva cuenta, no hay una especie de contienda
entre nosotros.
Como
Hijo primogénito en la familia de Dios, Jesús media como Sumo Sacerdote
entre el Padre y sus hijos; mientras que María media como Reina-Madre
(ver 1R 2:19 y Ap. 12:1-17). De esto trata su mediación maternal. Para
el Padre, María es la Madre del Hijo. Para nosotros pecadores, ella es
la Madre de nuestro Salvador, y para su Hijo, ella es la Madre de sus
hermanos. Cuando se habla del papel de María en el plan salvífico de
Dios, la palabra "madre" no sólo es sustantivo sino verbo y, por lo
tanto, un oficio.
Como
Madre de Dios y de sus hijos, María nos muestra cómo glorificar al
Padre no en actitud servil, sino recibiendo el don de su Hijo en la
plenitud del Espíritu. Así es como la soberana gracia de Dios nos
permite compartir su gloria y convertirnos, por ello, en "partícipes de
la naturaleza divina" (2 P 1:4). Por lo tanto, si quieres tener una
correcta apreciación del entendimiento que tiene alguna persona del
Evangelio en su esencia, investiga hasta qué punto tiene a Dios como su
Padre —y a María como su Madre—.
A
juzgar por esta norma, yo diría que el papa Juan Pablo II aprecia el
Evangelio tanto como cualquier otro hombre de nuestra época, y su
intuición magisterial en la mediación maternal puede ser definitivamente
la prueba de ello.
Cristo mereció la capacidad de María de merecer
Según
el Catecismo, la "acción paternal de Dios" es la que nos permite
merecer: "La adopción filial, haciéndonos partícipes por la gracia de la
naturaleza divina, puede conferirnos, según la justicia gratuita de
Dios, un verdadero mérito. Se trata de un derecho por gracia, el pleno
derecho del amor, que nos hace "coherederos" de Cristo (CIC 2008-2009).
Cristo
ha merecido nuestra capacidad para merecer —que nos confiere con la
gracia de su filiación divina y la vida de su Espíritu—. En verdad,
Jesús no se hizo merecedor de absolutamente nada para sí mismo, ya que
no tenía necesidad de nada; por lo tanto, todos sus méritos van de
acuerdo a nuestras necesidades.
¿En
dónde muestra Dios Padre al mundo cuánto fue lo que en realidad mereció
su Hijo? En cada uno de nosotros, seguramente, pero sobre todo en
María. A diferencia del resto de nosotros —en quienes con frecuencia
existe una gran brecha entre lo que queremos y los que Dios quiere— en
María no hay brecha tal. Por un don de gracia infinita, María alcanzó la
meta de la Alianza: una perfecta unión interpersonal de voluntades
divinas y humanas. Con María, la realidad y lo ideal son una y la misma
cosa.
Mater Et Magistra
¿Cuál
es el papel que juega el magisterio en todo esto? Es engañoso reducir
la función que tiene el magisterio a un grupo de adversarios reunidos en
un salón del tribunal, en donde los teólogos son juzgados por los
obispos, quienes deben rendir un veredicto —a menos que se requiera la
presencia del Papa para otorgar una decisión final, como Presidente de
la Suprema Corte de Justicia—. Es cierto que el magisterio tiene un
papel jurídico en la Iglesia, pero su naturaleza y propósito es más
propiamente, el evangélico y profético. Jesucristo realmente formó y dio
poder al magisterio para que sirviera como su Cuerpo apostólico
dedicado a ir predicando y enseñando la Buena Nueva a un mundo que
trágicamente se ha acostumbrado a las malas noticias.
El
magisterio es la voz profética más consistente de la Iglesia en el
mundo. Habla con la voz autoritaria de nuestro Señor, quien mantiene su
promesa fiel a Pedro y sus sucesores, poseedores de las llaves (Mt.
16:17-19). Jesús también guía al magisterio papal, con el objeto de que
penetre más profundamente en las vastas profundidades y riquezas del
depósito sagrado de la fe, para que la plenitud de la verdad sea siempre
proclamada con pureza y poder. Jesús garantiza este carisma de
infalibilidad con su propio amor omnipotente. No es opresión humana,
sino luz divina.
Esta
manera de entender el magisterio, se ve reflejada en la forma en que
fueron proclamados los dos dogmas marianos anteriores, en virtud de que
por la misma época se definía el propio dogma de la infalibilidad papal.
Ni la Inmaculada Concepción en 1854 ni la Asunción Corporal en 1950,
fueron definidos para contrarrestar herejías o resolver un prolongado
debate doctrinal. Al contrario, fueron definidos con el propósito
evangelista de proclamar el evangelio, ya que éste se encuentra perfectamente
encarnado en la Madre de Dios y Madre nuestra. En un mundo desgarrado
por la incredulidad y el pecado, María se mantiene, por lo tanto, como
un signo vital de la manera en que Dios restaura a su familia.
Poco
después de haberse definido la asunción, el arzobispo Fulton Sheen
escribió que este dogma, de hecho, estaba apuntando hacia otro: "Hay
otra verdad que aún queda por definir, y es la de que ella es Mediadora,
bajo su Hijo, de todas las gracias; así como Sn. Pablo habla de la
ascensión de nuestro Señor como un preludio de su intercesión por
nosotros, asimismo nosotros, adecuadamente, deberíamos hablar de la
asunción de nuestra Señora como un preludio de su intercesión por
nosotros. En primera instancia, está el lugar: el cielo; después la
función: intercesión. "Por lo tanto, los dogmas marianos anteriores
establecieron la trayectoria que aparentemente conducían (no por lógica
necesidad por supuesto, sino por adecuación) de una
identidad personal de la Santísima Virgen, al oficio maternal que tiene
María en la Iglesia, la familia de Dios.
Providencialmente,
el concilio Vaticano II fue principalmente un concilio dogmático y no
pastoral. Los padres del concilio decidieron no definir un nuevo dogma
mariano. En cambio, el tratamiento que dieron a María fue enmarcado en
un contexto eclesiástico, como el capítulo coronario de Lumen gentium,
la "Constitución Dogmática de la Iglesia." En tanto que el rol
corredentor de María como Medianera y Abogada fue reafirmado, no se
definió como tal (LG 62). Quizás la verdad definitiva de María no habría
de ser plenamente dilucidada hasta la elevación de Juan Pablo II,
pastor para quien el dogma propuesto es todo, excepto ajeno.
¿Malo para el ecumenismo?
La
teología es una verdadera ciencia: la materia que trata consiste en los
misterios revelados por la Divinidad. A lo largo de los siglos, muchas
de las semillas doctrinales que fueron plantadas por Cristo y los
Apóstoles han florecido en dogmas definidos por el magisterio. De esta
manera, la teología se ha desarrollado a través del tiempo como lo hacen
otras ciencias, pero cada una de forma muy particular.
Los
científicos formulan y prueban varias teorías, algunas de las cuales
resultan bastante certeras como para poderlas llamar leyes (Newton y la
gravedad); otras se descartan como hipótesis no funcionales. De este
modo, las leyes se convierten en indicios del progreso científico. De
manera semejante, la definición de un dogma sirve como el indicio del
progreso teológico.
El
dogma es la doctrina llevada a su perfección, y la doctrina no es más
que lo que enseña y predica la Iglesia de las verdades del Evangelio, de
la manera en que Jesús la comisionó y dio poder para hacerlo. Si el
Papa escoge definir este dogma mariano, estaría realizando una acción
mucho mayor, que simplemente dando una valiosa clase de teología al
mundo —estaría haciendo uso del carisma que Dios le dio para llevar a
fin su misión apostólica de enseñar el Evangelio a todas las naciones—
(Mt. 28: 18-20).
A
lo largo de la historia de la Iglesia, la definición de dogmas ha
estimulado las energías apostólicas y teológicas de algunas de sus
mejores mentes, especialmente cuando la definición se tornaba en punto
de controversia. Más recientemente, muchos protestantes, incluyendo al
difunto Max Thurian de Taize, Francia, presentaron enérgicas objeciones a
rumores de que el papa Pío XII estaba por definir el dogma de la
asunción de María. ¿En dónde está eso en la Biblia? (casualmente, Max
Thurian murió como sacerdote católico en la fiesta de la Asunción, en
1996).
El
progreso auténticamente ecuménico no es el simple resultado de nuestras
propias energías humanas; y lo que es más, tampoco es causado por un
compromiso de ninguna de las partes. "No se trata aquí de alterar el
depósito de la fe," escribe Juan Pablo II, "cambiando el significado de
los dogmas, eliminando las palabras esenciales de éstos, acomodando las
verdades a las preferencias de una época en particular…La unidad deseada
por Dios, solamente se puede llegar a lograr por medio de la adhesión
de todos a los contenidos de la fe revelada en su totalidad" (Ut Unum
Sint, 18).
Por
lo tanto, la unidad ecuménica requiere de una gracia especial y de la
palabra de Dios, que siempre actúa para el bien de su familia.
Consecuentemente, no debemos esperar que Dios obre de
manera independiente, sino a través de la Madre que Él mismo nos dio
para que fungiera como símbolo y fuente de la unidad familiar.
A
este respecto, podría ser significativo señalar que los expertos datan
con frecuencia el surgimiento del ecumenismo católico, a principios de
los años 1950s. Inmediatamente después vino la definición de la asunción
y la celebración de un Año Mariano en 1954, como celebración del
centenario de la definición de la Inmaculada Concepción. Si alguna vez
se habría esperado que el ecumenismo católico entrara en un profundo
congelamiento, esa hubiera sido la década. Pero en lugar del desánimo,
tanto católicos como protestantes experimentaron el comienzo de un gran
deshielo.
Conforme
nos aproximamos al tercer milenio, yo creo que Dios quiere usar a María
para suscitar la gracia de una profunda conversión en toda la
cristiandad, no sólo en los protestantes y ortodoxos, sino también en
los católicos. Esto encaja con el llamado del Santo Padre para que haya
un auténtico ecumenismo que se fundamente sobre el "diálogo de
conversión." Más que comités, esto requiere de santos; en vez de simples
compromisos, la valentía de nuestras convicciones.
Quizás nuestro mejor modelo sea la Madre Teresa, quien fuera universalmente amada como santa —por quien hoy en día se enlutan y echan de menos— todos los pueblos.
En
mayor medida que ninguna otra mujer de nuestro siglo, ella dio el gran
ejemplo de cómo la gracia y la devoción deben exponerse para el servicio
mariano.
De
manera consistente fue también una infatigable defensora del dogma
mariano propuesto: "María es nuestra Corredentora con Jesús," escribió.
"Ella le dio un cuerpo a Jesús y sufrió con Él en la cruz. María es la
Mediadora de todas las gracias. Ella nos dio a Jesús y como Madre
nuestra, ella obtiene para nosotros todas las gracias. La definición
papal de María como Corredentora, Mediadora y Abogada, acarreará a la
Iglesia gracias mayúsculas."
Los
detractores del dogma tienden a clasificarse en dos grupos: aquellos
que creen, pero piensan que sencillamente no es el momento apropiado
para definir otro dogma, o por lo menos éste; y aquellos que no creen y
quizás puedan hasta sentirse avergonzados de nombrarlo. Habiéndome
encontrado yo mismo en ambos grupos en épocas diferentes, entiendo sus
preocupaciones y sigo sintiendo una genuina simpatía por ellos.
Al
mismo tiempo, sin embargo, veo surgir otro tipo de oposición,
especialmente en algunos sectores de difusión, que casi raya en el
engaño. Por ejemplo, se circuló un falso reporte de que una camarilla de
cabilderos marianos estaba presionando al Papa para que hiciera de
María la cuarta persona de la Divinidad; o más recientemente se reportó
falsamente que el vocero oficial del Papa había anunciado la oposición
de éste al nuevo dogma mariano.
Me recuerda de un viejo dicho, "La única manera de combatir un dogma es con un estigma."
No
importando cuáles sean nuestros desacuerdos, estos son "asuntos
familiares" más que problemas políticos. No cabe duda que todos
deberíamos resistir la tentación de reducir asuntos de este tipo a
políticas eclesiales, o de responder con la impugnación de motivos a
nuestras diferencias reales. Resulta totalmente descabellado esforzarse
por honrar a María de manera tal, que acabe deshonrándola.
En
tanto que no me considero ingenuo, sí albergo una gran esperanza, pero
solamente porque el Padre desea derramar su poder sobrenatural para
poder reunir a todos sus hijos alrededor de su Hijo y de "nuestra Madre
común" (Redemptoris Mater 25). Esta es la razón por la que le daría la
bienvenida a un nuevo dogma mariano, si el Vicario de mi Señor eligiese
definir alguno. Habiendo celebrado recientemente el Jubileo de la
encarnación, no cabe duda que sería muy propicio un dogma que celebre y
ponga de manifiesto la función y la plena identidad de la Mujer que hizo
posible la encarnación.