La más bella de las virtudes
Toda virtud en los niños es un precioso adorno que los hace amados de Dios y de los hombres. Pero la reina de todas las virtudes, la virtud angélica, la santa pureza, es un tesoro de tal precio, que los niños que la poseen serán semejantes a los ángeles del cielo. “Erunt sicut angeli Dei” (Serán como ángeles de Dios), dice nuestro divino Salvador. Esta virtud es como el centro donde se reúnen y conservan todos los bienes; y si, por desgracia, se pierde, todas las virtudes están perdidas. “Venerunt autem mihi omnia bona pariter cum illa” (Todos los bienes vienen junto con ella), dice el Señor.
Pero esta virtud, que os hace como otros tantos ángeles del cielo, virtud muy querida por Jesús y María, es sumamente envidiada del enemigo de las almas; por lo que suele daros terribles asaltos para hacérosla perder o, a lo menos, manchar. He aquí algunos medios, que son como armas con las cuales ciertamente conseguiréis guardarla y rechazar al enemigo tentador.
El principal es la vida retirada. La pureza es un diamante de gran valor; si ponéis un tesoro a la vista de un ladrón, corréis riesgo de ser asesinados. San Gregorio Magno declara que quiere ser robado el que lleva su tesoro a la vista de todo el mundo.
Agregad a la vida retirada la frecuencia de la confesión sincera y de la comunión devota, huyendo además de los que con obras o palabras menosprecian esta virtud.
Para prevenir los asaltos del enemigo infernal acordaos de lo que dijo nuestro divino Salvador: “Este género de demonios (esto es, las tentaciones contra la pureza) no se vencen sino con el ayuno y la oración”. Con el ayuno, es decir, con la mortificación de los sentidos, poniendo freno a las malas miradas, al vicio de la gula, huyendo de la ociosidad, de la molicie y dando al cuerpo el reposo estrictamente necesario. Jesucristo, en segundo lugar, nos recomienda que acudamos a la oración, pero hecha con fe y fervor, no cesando de rezar hasta que la tentación quede vencida.
Tenéis, además, armas formidables en las jaculatorias invocando a Jesús, José y María. Decid a menudo: “Jesús mío sin pecado, rogad por mí; María, auxilio de los cristianos, no me desamparéis; Sagrado Corazón de Jesús y de María, sed la salvación del alma mía; Jesús, no quiero ofenderos más”. Conviene, además, besar el santo crucifijo, la medalla o escapulario de la Santísima Virgen y hacer la señal de la cruz. Si todas estas armas no bastaran para alejar la maligna tentación, recurrid al arma invencible de la presencia de Dios. Estamos a la merced de Dios, quien, como dueño absoluto de nuestra vida, puede hacernos morir de repente; ¿y cómo nos atreveremos a ofenderle en su misma presencia? El patriarca José, cautivo en Egipto, fue provocado a cometer una acción infame, mas al momento contestó: “¿Cómo he de cometer ese pecado en la presencia de Dios; de Dios creador, de Dios salvador; de aquel Dios que en un instante puede castigarme con la muerte?”. Dios, en el acto mismo en que le ofendo, puede arrojarme para siempre en el infierno. Es imposible no vencer las tentaciones acudiendo en tales peligros a la presencia de Dios, nuestro Señor.
(San Juan Bosco, El Joven Cristiano Instruido, escrito extraído de Biografía y escritos de San Juan Bosco, BAC, Madrid, 1967, 629-65)
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